Diferentes organismos internacionales explican que en las próximas décadas habrá desplazamientos importantes de población fruto de calores extremos, sequías, subidas del nivel del mar, lluvias torrenciales y fuertes huracanes. Se estiman cifras de 1.250 millones de personas que se van a trasladar de sus territorios. Esta visión, sea catastrofista o no, abre otro debate en paralelo. Los desplazamientos provocarán debates que ya estamos teniendo por la puerta de la realidad empírica.

Nosotros tenemos una cierta capacidad para hacer frente a las subidas del mar (delta del Ebro, vías férreas cerca de la costa), lucha contra la sequía y, a pesar de las desgracias que hemos vivido recientemente, contamos con recursos para prevenir o mitigar sus efectos adversos. Pero en grandes zonas del mundo la prevención es, literalmente, una quimera. Esta realidad provoca y provocará éxodos hacia zonas potencialmente más seguras; es un proceso lento, pero constante.

¿Qué hacemos con la gente que viene y nos vendrá? ¿Qué quiere decir acoger? ¿Qué quiere decir integración? ¿Cómo gestionamos los servicios públicos con una planificación urbana potencialmente para más de 10 millones de habitantes? Tenemos retos por delante: los servicios sanitarios, los impactos laborales, las repercusiones tributarias, la sostenibilidad del sistema de pensiones, las culturas, las identidades, los idiomas.

En Barcelona, la población nacida en el extranjero se ha multiplicado por siete desde el año 2000, pasando de 74.169 personas a 572.459 en 2024.

Todos estos aspectos hacen que estemos ante una realidad muy poliédrica. Los territorios como el nuestro, que han sido y son pueblos de paso, que han vivido y viven del mestizaje, los territorios con vocación marítima y comercial, han tenido y tienen una cultura más de aceptación de las realidades de las migraciones. Sin olvidar que cualquier cambio tan espectacular provoca miedo e incertidumbre.

La palabra integración es un concepto muy voluble. No vale con decir que es una oportunidad y punto final. Los territorios del interior y de montaña siempre han sido más reticentes. Las cifras, salvo en situaciones de ubicación de empresas específicas, ofrecen porcentajes más claros de residentes en la costa que en el interior; los datos van por zonas.

En la actualidad vivimos una transformación social y económica donde la velocidad, el "deprisa, deprisa", dificulta asumir los cambios con sosiego, generando y permitiendo evocar temores y miedos. Sería sensato, como ciudadanía, asumir que esto va a pasar: cambio climático y cambios demográficos. Esconder el debate no resuelve el reto. No es tarea fácil, pero posponerlo a tiempos mejores siempre lleva a peores situaciones.

Seamos conscientes: la gente no lo ve como una realidad inmediata, salvo aquella persona que ya tiene el agua del mar muy cerca o en cuyos grifos escasea el agua. El negacionismo tiene, desgraciadamente, muchos seguidores en este ámbito.

Saber qué somos y qué queremos ser parecería sensato, pero me temo que en nuestras ciudades y en nuestro país, que ha vivido con gran intensidad un debate identitario, el debate de la inmigración y de los procesos de acogida puede ser la llama para reabrir debates ralentizados y de incierta gloria otra vez para todos nosotros. A los miedos, lícitos y lógicos, hay que responder con datos claros; si no, las posverdades se impondrán. Las políticas de avestruz acostumbran a ser, a largo plazo, peligrosas: votos para hoy, hambre para mañana. Tenemos cambio climático, sí, y cambios demográficos, también.