La fe del carbonero ha puesto Barcelona patas arriba. Las autoridades quieren recuperar el Plan de Barrios inventado por el tripartito de Pasqual Maragall, en 2004; el Ayuntamiento avanza mil millones de euros a dos años vista y del resto se encargarán los vecinos que han participado activamente en los Presupuestos solidarios de Barcelona. Corporativismo puro; economía social vacía de iniciativa privada.
La ciudad se cae a pedazos desde el punto de vista de infraestructuras de servicios. Uno de nuestros espacios más codiciados es el Park Güell. En su etapa de construcción, el arquitecto, Antoni Gaudí, abundó la instalación de símbolos masónicos, como la serpiente que oprime su interior hasta la puerta de salida, el abundoso trencadís, los arcos batientes y los bancos resbaladizos del visitante cansado.
Hemos vuelto a cristianismo primitivo. La costra de ornamentos religiosos, que cubren la ciudad, nos hace más pobres. Barcelona es uno de los mayores relicarios del mundo cristiano, con huesos de santos catalanes conservados en sagrarios. Pero no olvidemos que nuestra Iglesia también vive del turismo, sin el alto IVA de los hoteles y restaurantes, y exenta de pagar por donaciones, desde la desamortización de Mendizábal.
El día que los Comillas se sacaron de encima al poeta épico y sacerdote limosnero que se embolsaba los óbolos mal repartidos, Gaudí dibujó de un plumazo el Park Güell. El espacio urbano y laico, escondido ahora por abandono, fue el disfrute de las logias hasta nuestros días. La de Bosch Aymerich, Moisés Broggi o Bertrán de Caralt, el penúltimo hereu, ha dejado de reunirse semanalmente en el Hotel Palace, aquejada de sus bajas centenarias.
Las logias sin parafernalia son un nido de imaginería y soluciones financieras, con la mirada puesta en el futuro. Las instituciones de la sociedad civil han abandonado sus refugios para citarse impersonalmente en el Palacio de Congresos; han tirado por la borda la convocatoria discreta que ofrece alternativas a los cachorros del mundo empresarial.
De la mano de los aristócratas, nació la Academia de los Desconfiados y de la Junta de Comercio nacieron los paisajistas de la Llotja. Cultivar el jardín es el mejor consuelo, a falta de emprendedores. Conservemos la memoria de Fontseré en Marianau o en la Ciutadella; la del laberinto de Horta que hizo construir el marqués de Alfarràs.
Estos entornos propiciaron el maridaje entre propiedad y empresa, justamente lo que ahora flojea. Ejemplos como los jardines del Teatre Grec en Montjuïc ideados por Forestier o como el de Cambó en Vía Layetana. Arquitectos como Riudor, Casamor o Mirambell levantaron jardines y templetes en la ciudad caída que pugna por reaparecer. Así se vio en las row-bouses o casas a la inglesa de Gaudí en Mataró, con jardines herméticos, que precedieron a la maravilla del Park Güell, una increpación pendiente.
Le Corbusier no creó los espacios libres urbanos a base de organizar chocolatadas. Reunía y proponía. Lo que llega por inspiración al sector público reverdece después en el privado.