Una vez más, la oficialidad del catalán en la Unión Europea se ha quedado en un brindis al sol, un gesto político que, lejos de avanzar, parece condenado a tropezar en la misma piedra. El Consejo de Asuntos Generales de la UE, reunido ayer, ha aplazado nuevamente la decisión sobre el reconocimiento del catalán, el euskera y el gallego como lenguas oficiales del bloque. La falta de unanimidad entre los 27, sumada a las dudas legales y financieras, ha frustrado las expectativas de un Gobierno español que, bajo la presión de Junts, ha hecho de esta causa una bandera más simbólica que práctica.
No es la primera vez que esta propuesta se estrella contra la realidad de la política europea. Hace ya casi dos años, desde agosto de 2023, el Ejecutivo de Pedro Sánchez, con el ministro de Exteriores José Manuel Albares a la cabeza, se comprometió a impulsar esta reforma lingüística como parte de los pactos con Junts para garantizar la investidura y la estabilidad parlamentaria.
Sin embargo, lo que parecía un objetivo alcanzable, respaldado por el ofrecimiento español de financiar los costes estimados en 132 millones de euros anuales, se ha revelado como una quimera. Países como Suecia, Alemania, Italia, Finlandia o los bálticos, entre otros, han expresado reservas, temiendo un "efecto dominó" que abra la puerta a otras lenguas minoritarias, desde el turco en Chipre hasta el ruso en los países bálticos.
La insistencia de España en este tema, especialmente en un contexto de prioridades globales más urgentes –como la guerra en Ucrania o la guerra arancelaría–, ha generado más incomodidad que apoyos entre los socios europeos. En Bruselas, muchos ven esta cruzada como una maniobra de política doméstica, un intento de apaciguar a los socios independentistas de Sánchez. La presidencia húngara del Consejo en 2024 y la actual presidencia polaca no han mostrado interés en priorizar esta cuestión, lo que evidencia que el catalán, pese a ser la 13ª lengua más hablada en la UE, no está en la agenda de los 27.
No ayuda que el propio debate en España esté cargado de contradicciones. Mientras el Gobierno de Sánchez defiende la oficialidad como una cuestión de "identidad nacional", el PP y Vox critican que se trate de una cesión al independentismo, y hasta el propio Puigdemont ha acusado a los funcionarios españoles de no hacer el suficiente "lobby" en Bruselas.
La falta de consenso, incluso entre los eurodiputados catalanes –divididos entre quienes priorizan esta causa y quienes no (5 frente a 3)–, refleja la dificultad de presentar una posición unificada. A ello hay que añadir, como argumento de crítica, la discriminación que sufre en castellano en la escuela, al que se le niega el carácter de lengua vehicular en la enseñanza obligatoria en Cataluña.
El problema de fondo no es sólo técnico, como pretende vender el Gobierno español, ni únicamente financiero, como señalan ciertos países reticentes. Es profundamente político. Ampliar las lenguas oficiales de la UE a aquellas que no son oficiales en todo el territorio de un Estado miembro requeriría, según el Reglamento 1/1958, una decisión unánime del Consejo. Aunque no implica modificar los tratados europeos, algunos Estados y servicio jurídicos argumentan que abrir esta puerta podría generar un "efecto dominó" para otras lenguas minoritarias y reivindicaciones nacionalistas, complicando aún más el régimen lingüístico actual.
En este contexto, la oficialidad del catalán en la UE se ha convertido en un símbolo de las promesas incumplidas del PSOE a Junts, un recordatorio de que los acuerdos políticos domésticos no siempre se traducen en avances en el escenario europeo.
Mientras tanto, los catalanohablantes seguimos esperando un reconocimiento simbólico que parece cada vez más lejano. Como ya señalé en 2023, para el óptimo funcionamiento de la UE no es razonable ampliar el número de lenguas oficiales (lo sensato, por razones logísticas y de gasto, sería limitarlo lo más posible), pero si se acepta el principio de igualdad, no hay argumento sólido para negar al catalán el mismo derecho que otras lenguas con muchos menos hablantes.
Sin embargo, la realidad es tozuda: la unanimidad requerida sigue siendo una barrera insalvable, y las prisas de Junts sólo han servido para acumular frustraciones. La pregunta ahora es cuánto tiempo más se sostendrá este juego de gestos. Sánchez y Albares seguirán insistiendo, pero en Bruselas, donde los tiempos son más pausados y las prioridades más globales, el catalán seguirá esperando, sin poder superar la piedra de la prudencia europea.