
Luis Alberto de Cuenca
Luis Alberto de Cuenca: poesía y herencia grecolatina
Una antología –Los dedos de la Aurora, publicada por el sello Vandalia con prólogo de Luis Miguel Suárez, epílogo de Victoria León y cinco poemas inéditos– recoge todos los versos de inspiración clásica escritos a lo largo de su carrera por el filólogo y poeta madrileño
A la poesía le sienta bien la frescura, la espontaneidad, la mirada nueva y el alboreo (también el laboreo) de lo que está en ciernes, si no en agraz. Pero igualmente es cierto que los poemas mozos suelen adolecer (adolescentes que son) de bagaje, decantación, oficio, conocimiento de lo que se ha hecho antes, para incardinarse en ese hilo, en esa tradición. La tradición literaria es larga, y en Occidente se remonta a veintiocho siglos atrás, cuando Homero (dejemos a un lado ahora las especulaciones sobre este) compone la Iíada y la Odisea, y luego ha sido un correr que, río caudaloso, ha llegado hasta nosotros y esperemos que continúe aliviando la sed de quienes vengan detrás.
De esos precedentes, y de los diferentes frutos en que la tradición grecolatina ha cuajado a lo largo del tiempo, sabe como nadie Luis Alberto de Cuenca, uno de nuestros más reconocidos poetas. Cuenca nació en 1950 en la capital de España, y se formó como filólogo en su ciudad natal, doctorándose en Filología Clásica por la Universidad Autónoma de Madrid (premio extraordinario, como el ya obtenido en la licenciatura). Manuel Fernández-Galiano le dirigió su tesina sobre los epigramas de Calímaco de Cirene (siglo III a. de C.), y luego la tesis doctoral sobre Euforión de Calcis (del mismo siglo pero algo más tardío).
Durante muchos años hasta su jubilación ha sido profesor de investigación en el Centro Superior de Investigaciones Científicas, y a la par que ha ido realizando un sobresaliente trabajo académico y como traductor ha ido enriqueciendo la poesía española desde los ya lejanos tiempos en que surgió la denominada Generación del Lenguaje, curso paralelo al grupo de los Novísimos, operación esta dirigida por José María Castellet y con una impronta claramente barcelonesa.

'La caja de plata'
Tras los comienzos culturalistas expresados a partir de 1971 en libros luego superados por el Luis Alberto de Cuenca canónico, por decirlo así, de La caja de plata (1985), el poeta ha venido ofreciendo una obra ya muy extensa que ha ido aumentando a un ritmo si cabe aún más intenso durante los últimos lustros, en los que ha venido ofreciendo colecciones amplias cada pocos años. El recorrido de este arco creativo se advierte la recurrencia de determinados temas y motivos: lo gótico, Shakespeare, el cómic y la ciencia ficción, la novela negra… Aquel al que seguramente ha sido más fiel es el de las obras griegas y latinas, entre las que se mueve como pez en el agua. De ello da fe la antología que ostenta por título Los dedos de la Aurora (¡homérico! diría Michaleen Oge en El hombre tranquilo) y que con el subtítulo Poemas del mundo clásico ha sido seleccionada por Luis Miguel Suárez, con prólogo del autor y epílogo de Victoria León (Fundación José Manuel Lara, colección Vandalia, 2024). Los lectores de Cuenca están de enhorabuena, porque se añaden a los poemas publicados cinco inéditos.
Esta compilación recoge todos los poemas de la citada temática escritos por Cuenca, espigados del conjunto de sus libros. Algunas de estas composiciones son prolongaciones de su labor como traductor o editor los clásicos, y hallamos aquí reelaboraciones y homenajes, escolios y adaptaciones, diálogo constante, en fin, con autores y obras en su mayoría helénicos. Siempre esto desde la ligereza y buscando la complicidad con el lector, desde el guiño, y nunca para mirarlo por encima del hombro desde la pedantería. Con los autores del helenismo y de la Antología palatina el poeta madrileño comparte el gusto por el epigrama alejandrino, cultivado (y se citan aquí porque Cuenca los señala como fuentes e influencias) por Calímaco, Meleagro y Argentario, a los que sitúa en la conformación de su sensibilidad poética al lado de los también epigramistas (y elegíacos) latinos Propercio, Tibulo, Catulo o Marcial. Ecos y variaciones de la lírica arcaica griega, o de Homero o Virgilio, tampoco faltan en este exhaustivo florilegio en el que se recogen algunos poemas publicados en libro exento todavía no incluidos en su poesía reunida (Los mundos y los días, sexta edición de 2021).
Los dedos de la Aurora se abre con 'Amor y muerte en Calímaco de Cirenep (objeto de su tesis de licenciatura, como vimos), procedente de Elsinore (1972). Son versículos en los que ya aparece, en sincretismo fértil, la mitología nórdica que aflorará en varios de sus poemas, aquí con la irrupción del árbol Yggadrasil. Este clasicismo grecolatino de manga ancha, anchísima, permite asimismo que en un poema-fragmento con título y tipografía griegos (oblicuamente tributo a Ezra Pound, como resto de un papiro mutilado) se mencione nada menos que la ciudad estadounidense de Baltimore, que no es precisamente una población de Asia Menor o del Peloponeso. Y es que aquí radica uno de los secretos de esta poesía cuenquiana: la negación de los compartimentos estancos, el rehusar a ceñirse a la atmósfera cerrada de un despacho o de un negociado concreto. Que circule el aire. Que la emoción se contagie más allá de sus lindes espaciales o cronológicos.
De este modo se abre a la huella de los mitos y la presencia clásica en el arte, como sucede en 'Gustav Klimt: Dánae', de Scholia (1978), o en la literatura: 'Jano', de La caja de plata, donde coherentemente interpela al doctor Jekyll y a Mr. Hyde, los inmortales personajes de Robert Louis Stevenson. Del mismo libro es un poema de título tan largo como extravagante. Quienes lo leímos al publicarse aquella colección nos quedamos tan pasmados como divertidos ante tamaño epígrafe que recrea, muy libremente, unos versos griegos. Ahí va tan luengo y ecléctico título: 'El editor Francisco Arellano, disfrazado de Humphrey Bogart, tranquiliza al poeta en un momento de ansiedad, recordándole un pasaje de Píndaro, Píticas VIII 96'.

'Los dedos de la aurora'
A su vez, 'Teichoscopia' (Por fuertes y fronteras, 1996), dedicado al gran filólogo y divulgador Carlos García Gual, se cierra con este intercambio de palabras entre Príamo y Helena, personajes de la Ilíada que al menos aquí no desdeñan el anacronismo: “’¿Dónde está Paris?’ ‘Imagino que en la peluquería, / haciéndose las uñas y afeitándose’, ‘Ayúdame a bajar de la muralla / y vamos en su busca, que os invito / a los dos a una copa en el palacio’”. Siempre quitando solemnidad, Cuenca termina otro poema del mismo libro, 'Collige, virgo, rosas' con el desenfadado alejandrino “Y que la negra muerte te quite lo bailado”.
Calímaco se mezcla aquí con Foxá, Safo (la muy citada y recreada Safo) con Shakespeare, Estesícoro con Poe, Virgilio con Caspar David Friedrich, Calino con Verlaine, Íbico y Afrofita con Robin Hood o Guillermo Tell. Hacer esto, sin que rechine, es gran maestría. Y no hay solo juegos literarios, también pronunciamientos morales, éticos, como el de 'Variación sobre un tema de Catulo': “No quiero seguir vivo en este mundo / donde no hay más que idiotas y tarados / que han prohibido los mitos y los héroes”. Siempre hay una enseñanza, como en 'Leído en Lucrecio', de Después del paraíso (2021), donde tras el dictamen del romano “Es injustificado el temor a la muerte” el poeta, tras una larga argumentación, confiesa: “Y si lo dice / Lucrecio, pues mejor, que hay todavía /quienes hacemos caso de los clásicos / y nos regimos por sus enseñanzas”.
En esto Cuenca, aunque lo haga brillantemente y de un modo personalísimo, no es en absoluto pionero ni caso aislado: antes que él lo ha hecho buena parte de la literatura occidental. Virgilio embarcó a Eneas, tras la guerra troyana, para su epopeya la Eneida; Ovidio tuvo una larga y variada influencia en toda la Edad Media; Shakespeare narró amores de estirpe griega en Venus y Adonis, y Marlowe lo hizo en Hero y Leandro (historia que Cuenca retomó en Cuaderno de vacaciones, de 2014), Góngora recuperó al cíclope Polifemo… La lista sería interminable. Los clásicos, para los mejores, no son antiguallas, sino inspiración fresquísima y muy fértil.