Cataluña fue durante décadas la locomotora económica de España. Industriosa, urbana, creativa y con una clase empresarial que no temía ni a los sindicatos ni a los ministros de Hacienda. En los salones del Círculo Ecuestre se pactaban operaciones de Estado y en las sobremesas del Via Veneto se decidía quién sería el próximo presidente de Fomento del Trabajo. Aquello era un país serio. Hoy, en cambio, la Generalitat subasta una fábrica de canelones heredada de unos muertos sin herederos. Esa es, lamentablemente, la metáfora más exacta del empresariado catalán: un legado sin continuidad.

El último informe del Régimen Especial de Trabajadores Autónomos ha hecho saltar otra alarma. Cataluña, otrora líder indiscutible en número de trabajadores por cuenta propia, ha sido superada por Andalucía en afiliaciones. No es que tenga nada contra los andaluces —bendita tierra de innovación agrícola y empresas familiares con más resistencia que un tractor John Deere—, pero cuando uno ve que Cataluña pierde su liderazgo en autónomos, empieza a sospechar que algo más que el viento del sur sopla aquí.

Y sopla fuerte. Porque además de esa caída, corre otro viento —menos medible, pero más corrosivo—: el de la desafección empresarial. En las alturas de la Generalitat, donde ahora Salvador Illa intenta gobernar con un punto de prudencia suiza y otro de tacticismo vaticano, no se atisban ni inversores ni industriales. Hay exministros, sí. Hay técnicos, por supuesto. Incluso algún que otro ejecutivo reciclado. Pero empresarios de carne, hueso y capital... los justos. A Illa le sobran diplomas y le faltan empresarios, como a un cura moderno le sobran sermones y le faltan feligreses.

No es culpa suya, al menos no toda. La clase empresarial catalana lleva tiempo mudándose. No solo de sede social, como vimos tras el procés, sino de espíritu. ¿Qué fue de aquel industrial que prefería una multa a una subvención? Ha muerto —o se ha jubilado— el comerciante con más olfato que encuestas. Y lo que queda es una maraña de freelancers, emprendedores fatigados y fundaciones que sueñan con ser Silicon Valley sin tener siquiera acceso a crédito.

La Generalitat ha estrenado un mecanismo nuevo y singular: la subasta de empresas intestadas. Un hallazgo jurídico, sí. Pero también una confesión: en Cataluña ya no se crean empresas, se heredan. O peor aún, se abandonan por falta de continuadores. El caso de Fadaic —modesta empresa fabricante de pasta para canelones y lasañas artesanales en Ripollet— es paradigmático. Tiene producto, mercado, y hasta empleados. Pero sus propietarios fallecieron sin descendencia. Cuando la administración autonómica heredó el problema decidió subastar la compañía. La única oferta vino de una firma de zumos ecológicos. Quedó en suspenso porque olvidaron presentar la fianza. Eso no es una anécdota, es una categoría.

Mientras tanto, Cataluña se va llenar de funcionarios y se vacía de emprendedores. La política catalana, lejos de revitalizar el tejido productivo, parece haber encontrado comodidad en la funcionarización del país. El PSC —el nuevo hegemón— ha logrado colonizar casi todos los consejos de administración menos uno: el del capital privado. Sus aliados son gestores de lo público, no empresarios de lo propio. Y cuando el Estado te lo da todo, la empresa, simplemente, deja de tener sentido.

Decía Quevedo que «donde hay poca justicia, es un peligro tener razón». En Cataluña, donde hay cada vez menos empresa, tener iniciativa privada es casi un acto subversivo. Porque los autónomos ya no crecen, las pymes no se reproducen y las grandes empresas huyen o mutan.

Pero ojo: los empresarios no son un bien natural como el delta del Ebro. No brotan con el cambio climático ni con una ley de mecenazgo. Se necesitan políticas, incentivos y —por qué no decirlo— un poco de cariño institucional, décadas. Porque sin empresarios, no hay empleo. Y sin empleo, no hay país. Al menos no uno digno de ese nombre.

Cataluña necesita empresarios. Urgentemente. Lo dice hasta la Seguridad Social.