Quién me iba a decir a mí que el Festival de Eurovisión, esa ridícula fantasía gay, se iba a convertir en una cuestión de Estado y un decorado ideal para alabar a los parias de la tierra, que en estos momentos son los palestinos a los que Benjamín Netanyahu masacra alegremente para marcar paquete ante los ultraortodoxos que lo votan, confiando así en que la justicia sea clemente con él cuando deje de presidir Israel y le toque personarse en los tres juicios por corrupción que le esperan.

El hecho de que la pobre Melody se haya llevado una buena somanta de palos, algo a lo que ya estamos acostumbrados con la representación española en el festival de marras, parece no importarle a nadie. Aquí lo grave, según Pedro Sánchez, es que el voto popular nacional haya tenido el cuajo de inclinarse por la representante de Israel, ese Estado genocida (aunque la mitad de la población no pueda ver a Bibi ni en pintura).

Ante semejante afrenta a la democracia, el Estado de derecho y el buen rollito progresista, el Gobierno ha exigido una auditoría para cerciorarse de que el televoto español no ha sido comprado por el Mosad o por la derecha y la extrema derecha (no se contempla la posibilidad, bastante verosímil, de que lo de apoyar a Israel haya sido una manera de jorobar a nuestro querido presidente por motivos que nada tienen que ver con el conflicto palestino-israelí).

Yo creo que hay muchos eventos en el mundo en los que se puede hacer el progre sin tasa, pero no tengo la impresión de que el Festival de Eurovisión sea uno de ellos. Para mí, el Festival de Eurovisión es una tontería supina que no tiene nada que ver con la realidad geopolítica ni con la realidad en general. Ni con la música que se está haciendo actualmente en Europa.

Eurovisión es una cámara estanca, una burbuja gay que no ha levantado cabeza desde que se murió José Luis Uribarri. O desde que participaban cantantes del mundo real como Massiel, Abba, Cliff Richard o Sandie Shaw. Ahora se reduce a una pandilla de anónimos screamers a los que no conoce ni su padre, y nadie al que le interese la música pop tiene cada año la menor intención de tragarse el pastelito multicolor.

¿Es ese el lugar adecuado para defender la causa palestina? Juraría que no, se ponga Sánchez como se ponga. Ya sé que ha abanderado la lucha contra el genocidio made in Bibi, pero tengo la impresión de que a nuestro Gran Líder se la sopla Palestina tanto o más que España y el PSOE. El caso es liarla y dar la nota en una nueva muestra de postureo seudo progresista (mientras mira hacia otro lado en los presuntos chanchullos de su mujer, su hermano y su querido Äbalos).

Hay quien propone expulsar del festival a Israel, como se echó a Rusia por su desagradable actitud con Ucrania. Yo lo que no entiendo es qué pinta Israel en un concurso de ámbito europeo, ya que no forma parte de Europa. Pero una vez admitidos los judíos (o los rusos), ¿a quién le importa si son echados de un festival grotesco y anacrónico?

Las medidas de presión deben adoptarse en ámbitos más serios y decisivos. Es en la ONU y en el Parlamento Europeo donde hay que cantarles las cuarenta a Netanyahu y a Putin. El festivalito hay que dejarlo en paz porque es una memez inofensiva que se rige por sus propias reglas: el mal gusto, las malas canciones y el absurdo general.

Considero a Bibi y a Vladímir Vladímirovich dos ratas inmundas que deberían desaparecer de la faz de la tierra, no del Festival de Eurovisión. Evidentemente, es más fácil y adecuado para el postureo el destierro eurovisivo que el del mundo real, pero abundan las oportunidades para hacer el ridículo (como esos lazis que exigen la participación catalana con bandera propia), que es lo que ha hecho nuestro inefable presidente con su proyecto de revisión del televoto español.

Pongamos en su sitio a Bibi (y a Hamás, ya puestos: ¿a quién se le ocurre bombardear Israel sabiendo que la venganza de Netanyahu será terrible? ¿Qué amor al pueblo se deduce de semejante iniciativa desquiciada?). Pero donde eso tenga consecuencias. Hacerse el progre en una guardería no sirve de nada. En Eurovisión, tampoco. Niños y eurofans se rigen por sus propias reglas. Los políticos deberían dudar entre si existe el Festival de Eurovisión o si les ha sentado mal el almuerzo y les ha provocado alucinaciones en colorines.