Podemos resumirlo con una parábola. La ley de amnistía, que inauguró esta extrañísima legislatura en la que el Gobierno no gobierna ni presenta los presupuestos, sino que impone sus decisiones vía decreto o se abstiene, según sea el caso y el interés en juego, ha llegado a la orilla del Tribunal Constitucional. La ponencia del Alto Tribunal supone cruzar el río, al consagrar el borrado integral de los delitos del procés, indultados por la Moncloa en su momento y, ahora, convalidados por sus terminales jurídicas, aunque no equivale exactamente a cruzar el Rubicón.

Lo que hacen los magistrados del Constitucional es volver a reincidir en la arbitrariedad que ya contemplamos en el escándalo de los ERE de Andalucía, cuyos reos de prisión (los políticos socialistas que dominaron el Sur durante casi cuarenta años, haciendo de su capa un sayo) fueron amnistiados por la misma mayoría de magistrados sin que formalmente mediase una petición formal de clemencia. No hacía falta, por supuesto. Si uno come en un restaurante a la carta tiene derecho a elegir el menú.

Cuando un tribunal decide ignorar el interés general nada ni nadie puede impedir que concluya –si el interés de cada uno sus miembros así lo exige, como escribiera Quevedo– que existen los unicornios. La noticia no supone pues ninguna sorpresa. Sólo es una constatación más de cómo la colonización de las instituciones, que han practicado todos los partidos políticos, pero nunca con el grado de intensidad del sanchismo, arruina la democracia, liquidando el espíritu y la letra –ambas cosas forman una misma sustancia– de nuestra difunta Carta Magna.

¿Por qué deberíamos asombrarnos si se trata del mismo tribunal que, donde todos los jueces profesionales veían claramente dos delitos –prevaricación y malversación–, los caballeros y las señoras de la luna estiman que no existe absolutamente nada censurable? Todos sabíamos que la amnistía iba a ser constitucional con independencia de lo que establezca la Constitución. No cabía esperar un desenlace distinto, aunque la decisión, cuando se consume a finales de junio, vaya a significar una reforma encubierta –no refrendada además por votación alguna– de la Carta Magna, convertida en el libro de horas de un museo eclesiástico.

El jurista, escritor y teólogo holandés Hugo Grocio (1583-1645), padre del Derecho Internacional, resumió los motivos en su obra Sobre el derecho de la guerra y de la paz (1625) con un adagio en latín: Etsi Deus no daretur (“Aunque Dios no existiera”). El derecho natural debe prevalecer sobre los malos hábitos políticos. Los delitos exigen sanción o perdón. Nunca, aplausos. Salvo en la España de Sánchez, donde lo que parecía impensable acontece: nuestra democracia ha dejado de ser tal porque sus reglas ya no son idénticas para todos. Los políticos están por encima de los ciudadanos. El privilegio no era un principio del socialismo. Hasta ahora.

El Constitucional, igual que con el caso ERE, consagra la impunidad de los delincuentes, refrenda el relato independentista –¡diciendo que los intereses políticos no le incumben!– y deja abierta de par en par la puerta para reeditar del procés por la vía de un referéndum de autodeterminación (cuya constitucionalidad es mejor no preguntar) o mediante las famosas barras bravas. Los independentistas saben que pueden volver a las andadas. Acaban de obtener garantías de que, si repiten la gesta, volverán a ser amnistiados una y otra vez hasta el fin de los tiempos en un bucle sin salida.

Siendo todo esto así, y careciendo de sentido una hipotética derogación de la norma en caso de una victoria electoral de las derechas, hipótesis estéril porque no cabe la retroactividad para los delitos ya amnistiados, convendría dejar de comulgar –como todavía hacen los bobos solemnes– con las habituales ruedas de molino: el borrado de los delitos del procés no ha mejorado la convivencia en Cataluña y en el resto de España.

Tampoco ha contribuido a lo que los heraldos amarillos denominan la pacificación. En Cataluña nunca hubo una guerra. El procés fue esencialmente una insubordinación consentida en la que los independentistas quisieron dejar sin derechos constitucionales al resto de catalanes y de españoles.

Que un delincuente no sea perseguido, sino celebrado y jaleado, no ayuda a llevar la paz a ningún sitio. Por el contrario, instaura la arbitrariedad como principio constitucional, lo que equivale a desactivar la Carta Magna, convertida en arqueología jurídica. Las consecuencias no son demasiado diferentes al imperium de la dictadura franquista, donde el objetivo justificaba los medios y los perseguidos eran las víctimas, mientras los triunfadores celebraban su fiesta patriótica. Los procuradores en Cortes –sus legisladores– tampoco tenían más límites que la voluntad del caudillo.

Todos los catalanes que respetan la ley, con independencia de cuál sea su ideología política, no pueden estar de enhorabuena. ¿Quién defendió sus derechos? ¿Quién los ampara ahora? Los hechos del procés no van a borrarse de la Historia diga lo que diga el Tribunal Constitucional, cuyo nihilismo es el mayor atentado posible contra la libertad de todos. La ley es una barrera contra los abusos, no el instrumento para cometerlos.