
Cartel revolucionario de la revolución de Asturias (1934)
'1934': Radiografía de un año crítico en Asturias, Madrid y Cataluña
El historiador Eduardo González Calleja rastrea la memoria de los sucesos políticos y sociales relacionados con la insurrección de 1934 en tres escenarios noventa años después del estallido revolucionario anterior a la Guerra Civil
1934 (Akal) es un libro difícil de resumir, no porque sea especialmente largo, sino también porque es especialmente denso. Sin duda lo destaqué como uno de los mejores ensayos publicados en 2024, porque el análisis que traza Eduardo González Calleja quiere ser exhaustivo, y la materia a analizar es mucha. En principio, la propuesta es sencilla: analizar cuatro cosas: el reformismo tradicional del PSOE entre 1879 y 1932, y el estallido revolucionario de 1934 en tres de sus escenarios más destacados (Asturias, Cataluña y Madrid, donde fracasó estrepitosamente); pero esto, que se formula tan simplemente, lleva adheridos un sinfín de subcapítulos y subtramas.
¿Cómo y por qué se radicalizó el PSOE a partir de 1933? ¿Cuáles eran las relaciones de sus líderes, Indalecio Prieto, Julián Besteiro, Francisco Largo Caballero con los republicanos burgueses? ¿Cómo evolucionaron las Juventudes Socialistas en ese período? ¿Cómo es la memoria de la insurrección de 1934 noventa años después del estallido? ¿Cómo funcionó el tándem Estat Català-Esquerra Republicana de Cataluña en Barcelona? ¿Qué papel tuvo en todo ello el conflicto campesino y rabassaire? ¿Funcionó una administración parafascista catalana que amparó formas de escuadrismo? ¿Ese fascismo embrionario era una exageración, un movimiento serio o una mascarada esperpéntica? ¿Por qué se lanzó el proletariado español a una aventura tan mal preparada? ¿Qué pretendía Largo Caballero aireando a diestro y siniestro lo que fue calificado de bolchevización cosmética?

Julián Besteiro (1931)
¿Hay algo de cierto en los mitos que sitúan el inicio de la Guerra Civil en 1934 y la dictadura militar como la única salida al atolladero republicano? ¿Cuál fue el papel de Alejandro Lerroux, el presidente Samper y el Partido Republicano Radical en todo ello? ¿Cuál fue la estrategia del ministro de Gobernación, es decir, Interior, Rafael Salazar Alonso? ¿Y qué proponían Gil Robles y la CEDA en esos mismos momentos? ¿Eran fascistas o flirteaban con una fascistización que no se atrevió a romper, en ese momento, los moldes parlamentarios? ¿Por qué Franco no se fió luego de Gil Robles? ¿Qué espectros especulares trenzaron las violentas amenazas entre el movimiento obrero y las asociaciones patronales entre 1933 y 1936? ¿Pudo haberse frenado la espiral de violencia?
Temas complejos, polémicos, que no pueden responderse con un mero brochazo o una andanada cuñadista. Podríamos añadir muchos otros: ¿Por qué hubo torturas, violencia sexual contra las mujeres (llegaron a verse senos seccionados entre las obreras represaliadas) y salvajadas coloniales entre españoles en Asturias? ¿De dónde surgió todo ese odio, toda esa catarata de balas, dinamita y militarización? ¿Qué pensaron sobre ello figuras como el marxista Maurín o el radical-liberal de centroderecha Salvador de Madariaga? ¿Quiénes fueron héroes y quiénes villanos? ¿Por qué huyó por un sótano el conseller Dencàs, para acabar después instalado en la Italia fascista? ¿Cómo pudo ser aclamado como líder, e incluso nombrado Presidente del Consejo de ministros Largo Caballero, durante la guerra, tras negar toda implicación en el golpe que él mismo había alentado y organizado? ¿Por qué una tragedia que comportó tanta muerte no dio paso a soluciones racionales?
Como se ve, todos estos temas son delicados y merecen una inmersión total en las fuentes primarias para poder empezar a arrojar conclusiones ajustadas sobre un período tan caliente y turbulento. Ni las hagiografías ni los deseos presentistas valen de mucho para explicar unos hechos tan complejos, tan distorsionados habitualmente y tan llenos de tinta periodística. Y esto es lo que pretendió el autor edificando este monumento de historia auténtica, quiero decir honrada; es decir, ecuánime hasta donde es posible escribir desde el interés académico y no partidista.
En definitiva, “desde su origen, esta movilización tuvo mucho de reacción frente a una amenaza fascista de perfil aún nebuloso, pero que para buena parte de las izquierdas no se diferenciaba en exceso de una involución política clásica, que buscaba destruir los fundamentos del pacto revolucionario que había hecho nacer la República”. El PSOE llegó dividido a la intentona multifocal de 1934, y salió tan dividido o más que antes, aunque supo luego volver a aliarse con los demócratas republicanos, organizar el Frente Popular y posponer las diferencias internas: “No había una postura unánime sobre la realización de una acción violenta: rechazada de plano por la minoría besteirista, era aceptada con el objetivo de volver al 14 de abril por parte del centrismo socialista encabezado por Indalecio Prieto, mientras que la izquierda, representada por Francisco Largo Caballero, hablaba de revolución social, y especialmente sus jóvenes se inspiraban en los ejemplos revolucionarios comunistas anteriores".

'1934'
Parece verdad lo que se insinúa en varias ocasiones durante el libro. La República reproducía vicios o taras del régimen anterior: autoridad vertical ejercida por gobernadores civiles, mantenimiento de la cultura militar africanista, políticas sociales insuficientes… Y gracias al ingente trabajo de González Calleja, podemos llegar a una serie de conclusiones: en primer lugar, parece que buena parte del PSOE se vio arrastrado por su propia retórica extremista y las apetencias de mejoras sociales inmediatas que ni los obreros ni los campesinos veían aún y que la victoria de la derecha en 1933 alejaba; hasta ese año su estrategia, encarnada en un partido fuertemente burocratizado, había sido posibilista y básicamente reformista.
En Madrid el golpe fracasó por incomparecencia vergonzosa de cuadros, desertores de última hora y dirigentes pusilánimes; en Cataluña estalló una crisis interna de gobierno entre los independentistas de Estat Català y los federalistas de Companys, con el think tank del grupo de L’Opinió como espectador crítico de tanto populismo; la Juventud de Acción Popular iba desbordando el legalismo inicial de Gil Robles y la CEDA en un sentido fascistizante, mientras las juventudes socialistas iban alumbrando la idea de bolchevizarse; en Asturias el movimiento cuajó porque fue el único lugar en el que combatieron unidos socialistas, comunistas y anarquistas; en definitiva: en 1934 hasta Manuel Azaña llegó a llamar a la insurrección en defensa de la República, en un momento en el que nadie parecía tener demasiado claros sus objetivos concretos, más allá de ejercer una presión difícil de sostener sobre el adversario político.
En Asturias, donde los revolucionarios dominaron el mapa durante dos semanas, la revolución alcanzó grados de auténtica confrontación civil: “La reconquista de Asturias se emprendió de forma lenta y penosa, a pesar de que el escenario de las operaciones no sobrepasó los 30 kilómetros alrededor de Oviedo, con Mieres, La Felguera y Sema de Langreo como principales focos de la revolución. Se movilizaron 22 batallones de Infantería, dos tabores de Regulares, tres Banderas del Tercio, cinco escuadrones de Caballería y nueve baterías de Artillería, con un total de 16.450 hombres”. Tremendo. Pero aún hubo más: “La aviación fue usada por primera vez en un conflicto armado en territorio español: 16 aparatos atacaron las cuencas mineras y la capital con 2.400 bombas, y ello a pesar de un conato de motín que se produjo en la noche del 5 de octubre entre el personal del aeródromo de la Virgen del Camino, incidente que le costó el puesto y casi la vida al jefe de la base, el comandante Ricardo de la Puente Bahamonde, primo hermano del general Franco”.
El autor propone un medio camino entre los que separan la violencia revolucionaria de 1934 del estallido posterior de la Guerra Civil y los que consideran que el primer acto del final de la democracia republicana fue, precisamente, el asalto a la Constitución producido en Asturias y Cataluña. Pero la República aún fue capaz de sobrevivir en relativa normalidad un año más e, incluso, continuar celebrando elecciones. Salazar Alonso, que dirigía las policías estatales, merecería más atención por nuestra parte, por ser una figura interesante y de algún modo representativa del populismo republicano amigo de las trapisondas, y de los instintos corruptos de buena parte del PRR: letraherido como Emili Junoy, astuto como el magnate Pich i Pon, escribió una historia del atentado que acabó con la vida de Eduardo Dato, cayó implicado en el escándalo del estraperlo en 1935 y acabó trágicamente durante los primeros meses de la guerra: detenido por unos faístas fue juzgado por un tribunal popular y ejecutado en septiembre de 1936, a pesar de que no había conspirado contra la República. No podemos dejar de pensar en la más que probable relación entre su actuación de 1934 y su fusilamiento.
De lo que hay duda es que la retórica maximalista de marxistas y anarquistas se alcanzó en 1933-34, y que la derecha se iba fascistizando en una especie de juego de espejos amenazante y antiliberal. No se puede explicar de otro modo la irrupción de Falange Española en ese mismo momento, ayudando puntualmente al gobierno en tareas de contrarrevolución y aportando sustitutos esquiroles para evitar la paralización de las ciudades durante la huelga general. La feroz represión que se vio en Oviedo sí recuerda el holocausto de 150.000 personas de la retaguardia rebelde, las salvajadas de Badajoz o Málaga: el general Yagüe mandó ejecutar a 61 personas en los alrededores de Oviedo, mientras que entre 25 y 50 prisioneros fueron liquidados sumariamente en el cuartel de Pelayo dos días después. Hubo tantas torturas perpetradas por las fuerzas de Seguridad que el Gobierno se vio obligado a apartar y expedientar a los elementos más sádicos y desaforados.

Eduardo González Calleja
Conclusión: caballeristas, juventudes socialistas y escamots de Esquerra Republicana rompieron abiertamente con la legalidad mientras las derechas, que habían ganado los comicios, anunciaban la involución política e invocaban modelos dictatoriales, como el de Dolfuss en Austria. Líderes fascistas como Onésimo Redondo iban proclamando la necesidad de ahorcar a los políticos republicanos y socialistas, mientras que figuras de Renovación Española como Calvo Sotelo, procedente de la Unión Patriótica primorriverista, reclamaban abiertamente la instauración inmediata de una dictadura militar. Desde Acción Española, Ramiro de Maeztu también invocaba al Ejército como única opción de salvar a la nación. Pero no se puede pensar en términos de causa-efecto automáticos. La solución fascistizante aún era una opción entre muchas otras, y no existía ninguna unanimidad bolchevizante en el movimiento obrero. Antes de dar pábulo a mitos, bulos y pensamientos binarios, hay que acudir a esta obra para documentarse como es debido. Porque sólo el trabajo historiográfico serio puede combatir la doble manipulación populista.
Los datos confirmados del conflicto quitan el aliento y dejan un poso desolador: “El balance en cifras de la intentona revolucionaria en el conjunto de España resulta impactante: se incautaron 89.935 armas de fuego (entre ellas, 33.211 pistolas y 98 ametralladoras, 88 de ellas sacadas pieza a pieza de las fábricas asturianas), 50.585 cartuchos de dinamita y 41 cañones. Se detuvo a unas 30.000 personas, de las cuales la mitad estuvo encarcelada más de una jornada. De 10.000 a 15.000 permanecieron bajo arresto durante meses a la espera de comparecer ante los consejos de guerra.

Imagen de la Guerra Civil española
Falleció un millar de revolucionarios, mientras que entre las fuerzas gubernamentales se contabilizaron entre 144 y 168 policías y de 85 a 88 soldados muertos. Julián Casanova afirma que durante los combates que siguieron al levantamiento armado murieron 1.100 personas entre las que apoyaron la insurrección, y unas 2.000 resultaron heridas. También perdieron la vida 34 sacerdotes y religiosos, y hubo unos 300 muertos entres las fuerzas de seguridad y el Ejército. Unos 200 de ellos cayeron en los enfrentamientos con los revolucionarios asturianos, unos 50 murieron en Barcelona, y 42 en el resto del país, sobre todo en el País Vasco”. En 1936, aún había 25.000 presos políticos en España.
Recordar la pasmosa violencia política del siglo XX es el mejor modo de acallar a populistas extremistas. Seguramente, si hacemos lo que no debe hacer un historiador y proyectamos lo ocurrido entre 1933 y 1934 sobre la actualidad, el mensaje es que lo habremos perdido todo en cuanto tengamos escuadrismos en la calle. Seguir calentando la olla retóricamente puede costarnos muy caro, ya que es muy difícil despolarizar una democracia para que esta cumpla las funciones por las que fue creada: corrección de la desigualdad, convivencia plural, ciudadanía económica, participación universal y ejemplaridad institucional.